¿Que cojones es eso?

La gente dirá que que estoy loco, en realidad creo que no se equivocarían si me tacharan de ello la verdad, pero la realidad es que estoy seguro de lo que vi, al menos durante un segundo lo estuve.

Rondaban las 6 de la tarde y yo, como todos los Domingos, salí a hacer fotografías, una costumbre o hobbie que tengo desde los 13 años más o menos. Ese Domingo en particular hacía mucho calor para ser Octubre, aún así salí a hacer mi ronda (así llamaba a una tarde de fotografía). Preparé mi mochila o pack de supervivencia para la ronda, que constaba de: una botella de agua de dos litros, un plátano, una manzana, una barrita energética, unos calzoncillos limpios (nunca se sabe), una linterna, una navaja, una porra extensible (nunca se sabe), un teléfono satélite, mi inhalador (puto asma) y el equipo fotográfico. Como se puede ver, soy un tío precavido. Una vez preparada la mochila salí en busca de mi fotografía del millón de euros.

El recorrido casi siempre era el mismo, al fin y al cabo vivía en un pueblo de poco más de 400 habitantes. Comenzaba siempre por detrás de las casas, donde estaban los patios para ver si podía pillar algún momento inoportuno de alguno de mis vecinos. Varias veces había pillado en un renuncio a alguno, como el día que capté a Roberto Martínez con las manos en la masa. En mi pueblo lo llamaban «El apóstol» por la buena reputación que tenía y por ser el típico buen samaritano que nunca había hecho mal acto alguno, ya ves, en un pueblo en el que incluso su actual cura de pequeño le metía petardos en el culo a los gatos a Roberto le llamaban apóstol, eso decía algo de como era este chico, o al menos lo parecía. Os cuento como fue la jugada:

Estaba subido a un limonero grande que se encuentra detrás de las casas que se eleva tan alto que permite ver todo el pueblo con una gran perspectiva. Mi intención, sinceramente con la mano en el corazón lo digo, era la de fotografiar a Paquita Torres, la chica más guapa del pueblo —la verdad es que no era gran cosa pero es lo que había— en su piscina haciendo topless. Sabía que siempre se quedaba en tetas en su piscina porque su madre se lo había dicho a la mía y esta, por efecto cotorra, lo había dicho hacía tres días a la hora de comer en mi casa. Por lo tanto ahí me encontraba, buscando la foto que me permitiese entretenerme en mis ratos de soledad, por aquellos entonces el internet no había llegado a mi poblado.

Pero en lugar de encontrarme a Paquita haciendo topless, algo que sucedió en otra ocasión, me encontré a Roberto con una actividad para nada imaginable en una persona de tal bondad. Mientras me encontraba subido en el limonero con mis 5 sentidos puestos en pillar a Paquita escuché un fuerte ruido, un ruido muy parecido al de una explosión, al menos me pareció eso en ese momento, luego descubrí que era el ruido que hizo al abrirse una botella de champagne de manera automática, algo que hizo que Roberto y otra persona dieran un grito y eso, por efecto dominó, que yo me girase y viera lo que ocurría en ese patio, en concreto en ese cobertizo.

Lo que vi ahí fue increíble, en vez de un patio eso parecía un videoclip de Trap. Roberto y su amigo sentados en una hamaca cada uno, fumando y bebiendo al borde de la piscina. Pero eso no era lo mejor, lo mejor fue que en un pequeño cobertizo había como 7000 plantas de marihuana con su iluminación artificial, su sistema de riego y todas las mierdas necesarias para los cuidados de esas plantas, y dentro del cobertizo, a parte de las plantas, también tenía como a 15 niños de dudoso origen (españoles ya digo yo que no eran) trabajando para él y manteniendo su chiringuito de manera impecable. Roberto era un maldito capo de la droga local.

Yo tomé varias fotos de lo que vi, por si algún día hacía mi propio programa al estilo «Equipo de investigación» ya tendría imágenes de archivo. Con el paso del tiempo, yo ya me había instalado en la ciudad y me encontraba trabajando en una pizzería, concretamente estaba haciendo un descanso para un cigarrillo cuando cogí un periódico y lo leí «Detenido Roberto Leal «El apóstol», el mayor traficante de marihuana de la historia de Extremadura«. «Joder con el puto Roberto, al final si que era un puto apóstol, tenía las mismas triquiñuelas que Judas tío» pensé mientras me reía y a la vez me llenaba de envidia, ese artículo podría haber sido escrito por mi, yo lo descubrí.

Pues cositas así descubrí alguna que otra, pero lo del día que voy a contar aquí fue muy surrealista. Una vez hecha la ronda de los patios de las casas me dirigí a la gran cantidad de sitios recónditos que había en mi pueblo, millones y millones en los que podrías perderte si no sabes orientarte bien. Aún así, con todos estos lugares disponibles ese día no encontré ningún momento increíble que fotografiar y por lo tanto conseguir mi fotografía del millón de euros. Lo que no me esperaba yo es que, no la fotografía, pero si la historia del millón de euros estaba a punto de suceder delante de mis ojos.

Ya había anochecido y yo volvía echándome un porrillo de los que me vendía mi contacto (que luego descubrí que trabajaba para «El apóstol») por la calle, porque en mi pueblo rara vez pasa la policía y se puede drogar uno por la calle a gusto, cuando de repente una luz iluminó un contenedor y de él salio una cosa extraña que me miró fijamente al igual que yo a él. Tenía forma de alienígena, lo juro por lo que más quiero que la tenía. En ese mismo instante fui a sacar una fotografía y el ser huyó, pero yo estaba decidido a inmortalizar eso así que, aun temiendo por mi vida decidí seguirlo o intentarlo. El sujeto se movía con una agilidad increíble y corría a cuatro patas, yo lo seguí como pude, la verdad es que el porrillo estaba haciendo efecto en mi, por lo tanto era una doble lucha, perseguir al alien experto en parkour y no morir del efecto de la marihuana.

Finalmente conseguí acorralarlo en un callejón sin salida. Saqué la cámara, lancé la fotografía y para mi mala suerte salió el flash, algo que hizo que la bestia se volviese loca y me atacase emitiendo un ruido muy extraño. Yo, ante el ataque de semejante ser, instintivamente alargué la porra extensible y, como si de una bola de basebol se tratase, bateé al alien que soltó un gemido en el momento del impacto, gemido que se mezcló con el sonido del golpe contra lo que aparentemente era la cabeza del extraterrestre. Tras esto y acojonado como nunca huí de la zona del crimen a mi casa y me acosté sin decir nada, con la esperanza y el miedo de que al día siguiente la NASA hubiese precintado mi pueblo y comenzase ahí una investigación propia de las películas de ciencia ficción que salen en la tele.

Al día siguiente me despertó el teléfono móvil, era mi amigo Raul diciéndome que no hiciese planes que venía a buscarme para irnos dos días a su casa de la playa, algo a lo que ni siquiera tuve la idea de oponerme.

Cuando llegué de la playa dos días después, a la hora de comer mi madre, la cotilla oficial de la casa, sacó el tema de conversación del día:

«¿Os habéis enterado de los cabrones de los niños esos criminales que hay ahora por el pueblo? Por lo visto los graciosos se dedican a ir matando a los animalitos por las calles del pueblo. A la hija de Loli (Paquita Torres) le han matado el gato a palos, si el gato ese tan feo que tenía, el que estaba calvo por todos lados, que cuando nos lo enseñó nos asustamos y todo».

Yo, sin dejar de mantener apariencia de sorpresa en mi exterior, estaba muy afligido en mi interior porque sabía perfectamente que había sido yo el que le había dado el palo al puto gato ese.

—Si hijo, el gato ese del que tú dijiste que parecía que había venido directamente de Chernobyl— añadió mi madre.

Y ahí me salió una pequeña sonrisa que me hizo sentirme mal, pero es que la verdad es que el gato era completamente una enfermedad que andaba. Y en mi cabeza empezó a estar cada vez más claro el momento del crimen. Yo iba persiguiendo al pobre gato (ya decía yo que el alien hacía muy bien parkour) y el ruido extraño que escuché fue el de un gato intentando zafarse de su atrapador. Pues sí que me afectó el porrillo ese que me fumé.

Estuve unos días en casa, sin salir, un poco afectado porque le había quitado la vida a un animal inocente cuando, de repente, se me ocurrió algo increíble, iba a ir a consolar a Paquita y así me la ganaría de una vez por todas y nuestro amor sería real. De repente todo el tema del asesinato animal no me pareció tan mal, incluso me alegré un poco. Por fin iba a ligarme a Paquita tirando de lo mejor del mundo, el amor por una pérdida.

Al final el amor no triunfó, por lo visto Paquita buscaba algo más varonil. Pero bueno, ahora tiene 4 hijos y vive de alquiler en una caravana creo, o eso quiero creer, la verdad es que no se que es de su vida. Lo que si que quiero que sepáis es que no es bueno llevar una porra extensible encima mientras vais a fumaros un porrillo, porque podéis tener una alucinación y darle bien fuerte a alguien.

Así que chicas y chicos, tened cuidado con las drogas y con las porras extensibles, pero sobretodo sed felices.

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