Trauma nº 17.

Hoy es un día diferente, siempre he dicho que hay que ser muy valiente para contar públicamente un trauma, un hecho que, en mayor o menor medida haya podido marcar tu vida de una manera, definir en parte el desarrollo de tu personalidad y la forma de comportarte con determinadas personas.

Yo, por desgracia, tengo una colección bastante amplia de momentos en mi vida que me han marcado, para bien y para mal. Y no, no hablo de la típica discusión de instituto con el típico gilipollas de turno que te deja mal delante de toda la clase y que a las 7 u 8 horas, siempre en la ducha mientras te da el agua en la espalda, de esto que ya has terminado pero no te quieres salir porque el agua está calentita y cuando cierras el grifo de repente adquieres el poder de teletransportarte al círculo polar ártico, bueno pues ahí, después de llevar todo el termo de agua caliente en la espalda mientras le das vueltas a lo sucedido piensas: “Le tenía que haber dicho esto al hijo de puta. Dios, le hubiera dejado por los suelos.”. Esos momentos tocan los cojones, pero no marcan como los que tengo yo.

A lo que hago referencia es a situaciones en las que, cuando estás medianamente cerca de vivir algo parecido, sientes un sudor frio en la nuca, se te estremece el cuerpo y rezas a todo lo que se te ocurre para que no te vuelva a suceder ni a lo que te evoca ni algo medianamente similar. 

La historia personal de hoy va sobre un trauma psicológico que tengo desde los 15 años más o menos, una putada de edad para sufrir cualquier hecho de este estilo porque estás en la edad. ¿Qué edad? Pues la edad. Sabéis de que hablo porque habréis escuchado a madres, padres, hermanos y hermanas, abuelos y abuelas, amigos y amigas y todos los etcéteras posibles que hagan referencia a personas que tengan un mínimo de madurez más que tú, que no implica que sea madurez mental, simplemente con que sea mayor que tú ya puede decir la frase o utilizar la expresión. Pongo un ejemplo, cuando tu yo de 14 o 15 años está en comunidad con este tipo de personas maduras o mayores de las que he hablado y de pronto en la TV sale una teta, o dicen una palabrota (palabra malsonante o exabrupto, depende de donde seas se dice de una manera, yo he elegido la jerga de mi entorno para hacer esto más familiar) y a ti, como tonta o tonto de 15 años se te escapa una risa o muestras cualquier tipo de vergüenza frente a esa situación, siempre hay una persona que dice “Madre mía, como se nota que estás en la edad”. Pues esa edad es a la que me refiero, la edad del pavo vaya.

El día lo recuerdo claramente, como si estuviera pasado ahora mismo. Era 25 de noviembre y hacía un frio increíble, había estado lloviendo durante toda la tarde y por lo tanto la sensación de frio en mi cabeza era mucho mayor. Ese Domingo había quedado con Carlos, mi mejor amigo de la infancia para ir a ver una remasterización de “El señor de los anillos. Las dos torres.”, era un estreno en España, por lo que había que coger sitio en el cine porque tanto mi colega como yo preveíamos una gran afluencia de gente. La película comenzaba a las 18:00 y duraba unas 4 horas y media. Tenía comentarios del director y escenas exclusivas sobre el rodaje en las que se podía ver como los protagonistas se preparaban para dar vida a los personajes y como se rodaron las escenas mas importantes de la peli, para mi Gimli adolescente eso era lo más parecido al cielo que iba a encontrar esa tarde.

Sobre las 16:00 más o menos salí de mi casa dirección a la tienda de chucherías del barrio, “La chuchecita” se llamaba, el nombre se lo debió poner alguien verdaderamente ocurrente. La verdad es que era bastante temprano, pero quería ir bien provisto de golosinas para poder disfrutar del espectáculo en su mayor expresión posible, además, que todos sabemos que ir al cine sin atiborrarse hasta el punto de casi ponerse malo debería considerarse ilegal. En total me gasté unos cinco euros que en realidad eran dos y medio porque íbamos a pachas, a medias en jerga del barrio, Carlos y yo.

El cine no estaba muy lejos de mi casa, debía haber unos diez minutos caminando en total sin contar el parón en la tienda de chucherías. Para las 16:50 estaba haciendo cola y esperando a Carlos, que vivía un poco más lejos que yo y tardó como unos veinte minutos más en llegar.

En el rato que estuve solo en la cola, la mayor parte de tiempo estuve negociando con mi cabeza por que no debía comerme las chucherías allí mismo y en ese momento, negociación que por supuesto perdí y que hizo que perdiéramos un paquete de Jumpers en el camino. Otro rato estuve intentando mimetizarme con el entorno urbano lo máximo posible para Ricardo Mourão, que estaba como seis puestos por delante de mí en la fila no me viera y viniera a tocarme los huevos.

Ricardo es la personificación del gilipollas de la discusión ficticia a la que hacía referencia antes de la ducha en la que ganaba yo. La verdad es que mi relación con ese chaval nunca había sido muy buena pero nunca tuve claro el origen hasta hace poco, creía que simplemente es la típica persona que te cae mal y a la que le caes mal, que nunca os llegáis a enfrentar por temor el uno del otro y de lo que pueda pasar, porque tanto él como yo éramos y somos dos cagados, pero que al mínimo atisbo de ridiculizar al otro no dudaríamos en aprovecharlo. Yo a él intentaba no molestarle, al principio por pereza y después por mi miedo a quedar mal en público, algo que él era capaz de provocar con la misma facilidad con la que se rascaba los huevos.

En todo el tiempo que estuvo rondando por la fila Ricardo ni siquiera me vio, hasta que llegó Carlos, pero para entonces ya no podía hacer nada por temor a este, algún día contaré la historia de la batalla entre Carlos y Ricardo.

El tiempo con Carlos en la cola se hizo mas rápido y, obviamente, también dejó victimas en el camino, concretamente los muertos tenían forma de paquete de patatas y chocolatina. A las 17:55 ya estábamos sentados en nuestro asiento y, como en un abrir y cerrar de ojos, eran las 22:30 y estábamos saliendo del cine y despidiéndonos, aunque fuera una despedida momentánea, porque en cuanto llegásemos a casa nos esperaba al menos una o dos horas de vicio intenso al FIFA.

El camino a casa se tornó extraño desde mi “hasta luego” con Carlos, desde el principio noté algo raro. Tomé el camino de seguridad, es decir, el que llevaba tomando toda la vida porque, no se si lo he dicho alguna vez, soy un cagado y siempre buscaba ir por las calles o bien más iluminadas o bien más transitadas, o si podía ser que coincidieran las dos variables. En este caso, solo estaba la calle iluminada, pero no había ni un alma por esta. Al girar la esquina del cine a la derecha había mas o menos un kilómetro en línea recta hasta la calle colindante a la mía y luego solo era girar de nuevo a la derecha y ahí estaba mi casa.

Como estaba diciendo, ya desde el primer momento noté que algo no iba bien. Al girar la callé noté un ruido similar a un rugido que no me gustó mucho y me hizo sospechar. Giré la cabeza para mirar a mi alrededor y no, no había nadie. Yo por precaución aligeré la marcha y me intenté asegurar casi a cada metro que avanzaba que me encontraba solo. Al haber estado lloviendo casi todo el día, en la calle había ruido, un ruido muy fácil de identificar, ruido de después de haber llovido, que se puede identificar sobre todo por dos sonidos, al menos para mí, por el sonido de los coches al pasar por el asfalto y el de las gotas acumuladas en los bordes de balcones y tejados caer contra el suelo cada vez más débilmente. Por lo demás, ni un alma por la calle.

La sensación cada vez era más extraña, el rugido anterior se había repetido y esta vez, aproveché el vistazo para asegurar que nadie me acompañaba para dejar un poco de lastre por el camino y tirarme un pequeño pedo. Para mi yo de 15 años poderte peer en la calle sin que nadie te señalara era lo más parecido a la lotería que existía y más después de que el año anterior en gimnasia se me escapara un pedete tímido mientras estirábamos. A pesar de todo yo me aseguré de que no había nadie en la calle y, aunque aparentemente todo estaba normal, yo apreté aun más la marcha. No diré lo que se me estaba pasando por la cabeza en ese momento, solo diré que el cuerpo se me estremeció y noté un sudor frio por la nuca que me hizo aligerar la marcha tanto que, cuando me quise dar cuenta estaba corriendo a máxima velocidad.

Llegué a mi casa casi sin aire, sudando y muy muy intranquilo. Toqué el timbre, pero pasado un segundo, que para mí fue una vida, nadie había respondido aún. Llamé otra vez y otra, y así durante casi veinte segundos en los que a punto estuve de quemar el timbre, hasta que caí en un dato que se me estaba pasando por alto, de repente las palabras de mi madre resonaron en mi cabeza “hijo mío, llévate llaves hoy que cenamos en casa de tus abuelos y no sabemos a que hora vamos a llegar”.

Tras esto la situación empeoró, el rugido que había estado sintiendo se repitió y esta vez si que estaba asustado ya que había sido más feroz, tanto que lo noté en la espalda baja. En ese momento el tiempo se me empezó a hacer cada vez más raro, raro en el sentido de que aun a día de hoy no se si iba más lento o más rápido. Como si mi mente se hubiera bloqueado presa del miedo. El sudor de mi nuca se heló y me temí lo peor. Comencé a buscar las llaves como un poseso por todos los bolsillos de mi pantalón y mi chaqueta, pero nada. Miré debajo de la maceta de la puerta, el sitio donde mi hermano guarda las llaves, pero nada.

De manera desesperada introduje de nuevo las manos en los bolsillos de mi pantalón, esta vez con tanta fuerza fruto de la desesperación que casi me los bajo a la altura de las rodillas. Nada, en el pantalón no estaban. Mientras tanto, el tiempo pasaba y la situación no mejoraba, al contrario, mi nerviosismo se había hecho dueño de mi cuerpo y casi se atisbaba un ligero llanto en mi quejido de desesperación. No había llaves.

El rugido otra vez, esta vez ya lo sentí en mi estómago, en mi cuerpo contraído presa del pánico. Casi a gritos aporreé la puerta con puños y patadas, pero no había nadie. Como si de una aparición se tratarse, de repente mi cabeza se iluminó y de mi mente brotó el recuerdo de mi mano guardando las llaves en el bolsillo interno de la chaqueta, un bolsillo que lleva al lado de la cremallera y que originariamente es para guardar las gafas de sol, o al menos yo he deducido eso por la forma y espacio que tiene. Abrí la chaqueta con tanta potencia que al día siguiente mi madre tuvo que hacerle un remiendo a la cremallera y cogí las llaves.

El momento de introducirlas en la cerradura sigue siendo, a día de hoy, mi paradoja física favorita.  Como si de una peli de tarde se tratase, al meter coger la llave la metí y ¡tachán! Entró a la primera. Eso hubiera estado guay si hubiera sido la correcta y hubiera girado, claro. Con más lentitud, cogí la correcta y aquí es donde aún me sigo quedando flipado, la cerradura se hacía más grande y más pequeña a voluntad del destino, bueno, o eso me parecía a mí porque la segunda vez de costó horrores meter la maldita llave.

Para cuando logré atinar con la solución al problema llave-cerradura ya se había hecho tarde. Al final ocurrió, me pilló. Llevaba acechando desde que salí del cine, lo notaba, lo sentía y lo temía, aunque no quería creerlo porque pensaba que eso solo pasaba en series o a otras personas. Me había tocado a mí.

Al abrir la puerta noté como algo caliente bajaba por mi pantalón hasta mis zapatos. El hedor no tardó en llegar ni siquiera medio segundo, tanto que en cuestiones olfativas me traslado a un vertedero, pero al centro del más grande jamás existente. No se que había sido concretamente, pero se que en global todo se había ido fraguando en la bolsa gigante de cinco euros en golosinas que había ingerido conjuntamente con mi amigo por la tarde. En resumen, me hice caca.

De repente mi niño interior salió a flote y rompí a llorar fruto de la frustración, del sentimiento de impotencia de quien ha perdido la carrera después de ir ganando todo el tiempo. Y eso no fue lo peor, lo peor estaba a punto de pasar porque, de haber quedado así con el tiempo hubiera superado mi vergüenza personal, pero no, al contrario de cómo había estado creyendo desde que salí del cine, yo no estaba solo. ¿Os había mencionado que Ricardo me caía mal pero no sabía el origen? Es hecho no lo era y en realidad sigo sin saber el origen, pero, ¿A que no sabéis quien ha sido mi vecino desde pequeño? El puto Ricardo. Lo mejor es que quien me vio no era él, era su abuelo, que me ayudó a entrar en casa y a limpiarme y limpiar el estropicio de la entrada de mi hogar. Pero claro, el señor pues tendría la típica conversación de la hora de la comida o de la cena y pues lo contaría así de sopetón, desvelando a mi mayor enemigo mi mayor secreto y siendo este el origen de millones de apodos estilo “Calzones de barro” o “Supercaca”, este último muy ocurrente.

La verdad es que esa cagada, nunca mejor dicho, no fue lo peor que me ha pasado en la adolescencia, pero si fue una putada. Aunque bueno, pensándolo bien no estuvo tan mal, al menos descubrí lo que es la intolerancia a la lactosa y que yo la padezco, aunque hubiera preferido que fuera de otra manera.

Hasta aquí la historia del día que me cagué en público. Lo que esto supuso os lo contaré o lo iré contando en diferentes relatos de traumas, o no, no sé. Nos vemos en un próximo trauma.

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